Desde el 7 de octubre, el mundo observa —unos en silencio, otros con complicidad— uno de los capítulos más oscuros de nuestra era contemporánea. Gaza ha sido bombardeada sin tregua; barrios enteros reducidos a escombros, hospitales destruidos, niños arrancados sin vida de entre las ruinas. Y, sin embargo, en las capitales occidentales, la reacción ha sido un silencio frío y calculado. Los principios universales, tantas veces invocados por Occidente, se derrumbaron justo cuando eran más necesarios: cuando las víctimas eran palestinas.
Desde el primer día, la frase se repitió hasta el cansancio: “Israel tiene derecho a defenderse.” Desde entonces, decenas de miles de civiles han sido asesinados, familias enteras borradas del mapa, y aun así el relato oficial persiste: una respuesta legítima.
Pero, ¿qué ocurriría si los papeles se invirtieran? ¿Y si otro Estado cometiera contra un pueblo occidental una fracción de las atrocidades que Israel comete en Gaza? La palabra “genocidio” resonaría en todos los medios, la justicia internacional se activaría y las sanciones lloverían. Sin embargo, cuando las víctimas son palestinas, el silencio se convierte en política, la hipocresía en doctrina y la moral en moneda de cambio.
Esta doble vara no es un error: es un sistema. Un sistema que jerarquiza las vidas, que mide el dolor según la nacionalidad y que reduce la compasión a un cálculo geopolítico. El niño palestino, parece, vale menos que el niño ucraniano. La sangre de los pueblos colonizados sigue teniendo menos valor que la de quienes los colonizaron.
Cuando la resistencia se criminaliza y la ocupación se legitima
Nos repiten que “toda violencia debe ser condenada”. Pero sólo la violencia de los oprimidos es condenada. La resistencia palestina se criminaliza, mientras la ocupación, el asedio y la colonización son presentados como “medidas de seguridad”.
Desde hace décadas, se repite la misma farsa: se exige a la víctima que sufra en silencio, mientras el verdugo invoca su “derecho a defenderse”. Al pueblo palestino se le exige morir con dignidad, sin molestar la conciencia del mundo libre.
El desenmascaramiento moral de Occidente
El 7 de octubre no fue sólo el inicio de una nueva guerra; fue un espejo que reflejó la desnudez moral de Occidente. Ese mismo Occidente que se presenta como guardián de los derechos humanos mostró su verdadero rostro: valores selectivos, libertad condicional y humanidad restringida.
Palabras como libertad, dignidad y justicia se vaciaron de sentido. Ya no son principios universales, sino privilegios concedidos según la conveniencia política o económica. La humanidad dejó de ser un valor compartido para convertirse en un premio reservado a unos pocos.
Un sistema, no una excepción
El silencio de Occidente no es neutralidad: es complicidad. El orden internacional que justifica la ocupación y castiga la resistencia no padece un error temporal; es un sistema construido sobre la desigualdad moral.
Cada bomba que cae sobre Gaza no destruye solo una casa palestina, sino también lo que queda de la credibilidad de aquellos que se proclaman defensores de los derechos humanos.
Un pueblo solo… pero de pie
La historia recordará que, en 2023 y 2024, mientras se intentaba borrar a todo un pueblo, los poderosos miraron hacia otro lado. Pero también recordará que ese pueblo, herido pero digno, se negó a arrodillarse.
Gaza, la ciudad que quisieron someter, se ha convertido en la conciencia viva del mundo. Y el pueblo palestino, al que intentaron borrar, se ha transformado en el símbolo eterno de la dignidad humana en una época de decadencia moral.
Al final, no son las bombas las que dictan la justicia, ni los imperios los que deciden la verdad.
La memoria sí.
Y la memoria —a diferencia de la política— no olvida.
Por Belgacem Merbah
Comentarios
Publicar un comentario