Las imágenes que circulan desde hace veinticuatro horas en Bamako son impactantes. Calles vacías, largas filas frente a gasolineras cerradas, motocicletas inmóviles, rostros cansados por el calor y la espera. El país late con dificultad, al borde de la parálisis.
Detrás del silencio obstinado de las autoridades militares, una realidad se impone con crudeza: la escasez de combustible se agrava día tras día, revelando la profunda incapacidad de la junta que confiscó el poder para garantizar el suministro de un producto vital, tanto para la economía como para la vida cotidiana de los malienses.
Un país tomado como rehén por sus dirigentes
¿Quién hubiera imaginado que en 2025 salir a más de veinte kilómetros de Bamako podría costar la vida? Este hecho resume la tragedia de un Malí secuestrado por una dirigencia militar hundida en la propaganda y el autoengaño, desconectada por completo de la realidad del país.
No hay seguridad, ni electricidad, ni combustible… y pronto, quizás, ni alimentos suficientes, en un país que depende casi totalmente de la importación para sobrevivir.
El pueblo maliense soporta una doble condena: durante el día, el calor sofocante sin electricidad; durante la noche, el miedo bajo un toque de queda impuesto en nombre de la “seguridad”. Entre cuatro paredes y en la oscuridad, los ciudadanos viven un verdadero encierro, no impuesto por un enemigo extranjero, sino por sus propios gobernantes.
La economía paralizada
El 4 de octubre, un símbolo se detuvo: la mina de oro de Sadiola, una de las principales fuentes de divisas del país, cesó sus actividades por falta de combustible. Este no es un incidente aislado, sino la señal de un colapso sistémico.
El oro representa el 83 % del valor total de las exportaciones nacionales. Su interrupción golpea directamente el corazón económico del país. La parálisis de Sadiola implica pérdidas gigantescas, reducción de ingresos públicos, desempleo y tensiones crecientes con las empresas internacionales. Y, sin embargo, las autoridades parecen más preocupadas por su retórica que por la catástrofe.
Mientras tanto…
… en Bamako, los militares en el poder continúan apoderándose de todos los resortes de la vida pública. Restringen las libertades, controlan los medios de comunicación, sofocan toda disidencia bajo el pretexto de “defender la seguridad nacional”. Se jactan ante las Naciones Unidas, pero son incapaces de abastecer su propia capital de combustible.
Esta arrogancia impotente refleja el divorcio total entre el discurso oficial y la realidad que viven los malienses. El negacionismo se ha convertido en una forma de gobierno, y la censura, en su única herramienta de control.
… mientras tanto, el país se hunde más y más en la oscuridad —literalmente. Los cortes de electricidad sumen barrios enteros en tinieblas. El miedo, la incertidumbre y la escasez marcan el ritmo cotidiano. La crisis ya no es coyuntural: se ha convertido en el modo de vida impuesto por el régimen.
… mientras tanto, las promesas vacías de la junta suenan cada vez más huecas. Nadie cree ya en el discurso de la “soberanía recuperada” o la “refundación nacional”. La realidad es simple: una autoridad débil políticamente, pero ferozmente represiva, que reprime más fácilmente a los críticos que a los delincuentes que incendian cisternas o bloquean las rutas.
El espectro del colapso
El espectro de un colapso económico total se cierne sobre Malí. La parálisis minera, la falta de transporte, el aumento vertiginoso de los precios y la escasez energética son señales inequívocas de una crisis estructural profunda.
Sin embargo, las autoridades insisten en postergar las elecciones bajo el pretexto de lograr una “pacificación total” del país —una pacificación que nunca llega. En realidad, el desorden conviene al régimen: cuanto más dure la inestabilidad, más tiempo podrá prolongar su poder.
La hora de la verdad
Malí se encuentra al borde de la ruptura. La junta militar, al confiscar el poder, ha perdido toda legitimidad moral y política. Gobernar no es amenazar, censurar ni mentir. Gobernar es prever, proteger y servir.
El pueblo maliense merece más que un régimen autoritario que lo somete al miedo y la oscuridad. Merece un Estado capaz de devolverle la luz, el trabajo, la movilidad y la dignidad.
Mientras la junta persista en el engaño y la represión, Malí seguirá hundiéndose. Y mientras tanto, el mundo observa —quizás impotente, pero consciente— cómo uno de los pueblos más antiguos y nobles de África se apaga lentamente bajo el peso de una autoridad que ha perdido el sentido del deber y de la realidad.
Por Belgacem Merbah
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