El 4 de noviembre de 2025, Marruecos proclamó la instauración de una nueva fiesta nacional, denominada “Fiesta de la Unión” (عيد الوحدة), que se celebrará a partir de ahora cada 31 de octubre. Esta jornada pretende conmemorar lo que las autoridades marroquíes califican como una “victoria” en el expediente del Sáhara Occidental.
Pero esta iniciativa suscita numerosas interrogantes. Porque, al observarlo más de cerca, ningún acontecimiento tangible —ni militar, ni diplomático, ni histórico— justifica objetivamente la elección de esta fecha. No se ha firmado ningún acuerdo decisivo, no se ha obtenido ningún reconocimiento internacional nuevo, y no parece que se haya producido ningún avance concreto sobre el terreno que marque este día con una impronta particular.
Precisamente en esta ausencia de fundamento fáctico reside todo el alcance —y la controversia— de esta decisión. Al erigir el 31 de octubre como símbolo de un triunfo no ocurrido, el reino parece apostar por el relato sobre la realidad, por el símbolo sobre el hecho, por lo imaginario sobre lo realizado. Así, la “Fiesta de la Unión” aparece menos como la celebración de un logro que como la afirmación de un relato nacional, donde la memoria se construye a veces a contracorriente de lo real.
Es una victoria simbólica, artificial, destinada a transformar el deseo en realidad y la aspiración en logro político. Una estrategia del «como si», donde el discurso finge alcanzar el objetivo antes incluso de haberlo realizado.
En ciencia política, esto se asemeja a la sustitución de lo real por el símbolo: erigir una autoridad fundada en la ilusión para evitar la confrontación con la verdad.
En octubre de 1963, durante la guerra de las arenas, el ejército marroquí sufrió una derrota clara frente al Ejército de Liberación Nacional argelino, que defendía sus fronteras recién recuperadas. Sin embargo, este desastre fue presentado al pueblo como «una victoria heroica contra la agresión argelina», transformando la pérdida en orgullo y la derrota en símbolo de unidad.
El escenario se repite en 1976, durante la segunda batalla de Amgala, donde las fuerzas marroquíes sufren reveses frente a los combatientes saharauis apoyados por unidades argelinas. Una vez más, el discurso oficial maquilla el fracaso como «éxito militar», añadiendo un capítulo a la saga de victorias imaginarias destinadas a curar un orgullo nacional herido.
Así, la negación se convierte en método de gobernanza, y la ficción, en instrumento de legitimidad.
- No reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental.
- No estableció vínculos de bay‘a generalizados entre los sultanes marroquíes y las tribus saharauis, salvo una sola tribu entre decenas —una prueba considerada interna y no oponible en derecho internacional.
- Confirmó la existencia de vínculos entre saharauis y mauritanos y concluyó que el Sáhara Occidental no es una terra nullius, sino una tierra habitada por un pueblo con derecho a la autodeterminación.
Ante este veredicto, Hassan II eligió la mentira: afirmó que la Corte había reconocido la marroquinidad del Sáhara y orquestó la Marcha Verde, transformada en fiesta nacional, cuando en realidad inauguraba un conflicto sangriento y un agujero financiero que aún hoy cuesta miles de millones y vidas humanas.
- La resolución no reconoce la soberanía marroquí.
- No impone la autonomía como única solución, dejando la puerta abierta a otras opciones.
Esta recomendación, menos vinculante que el dictamen de La Haya, se exhibe no obstante como un triunfo. ¿Por qué? Porque el régimen persiste en tratar a sus ciudadanos como súbditos dóciles, supuestos aplaudir sin leer.
Marruecos, obsesionado con el sueño del «Gran Marruecos», intenta resucitar una ilusión imperial perdida fabricando victorias simbólicas. A falta de realidad, erige relatos ficticios en verdad oficial.
Así, la «fiesta de la unidad» no es una celebración inocente, sino un ritual psicológico para reparar un orgullo herido y huir de un callejón diplomático sin salida.
Los regímenes carentes de logros tangibles necesitan un mito para anestesiar la conciencia. Porque el mito une y calma, mientras que la verdad divide e inquieta.
Así, la «fiesta de la unidad» se convierte en una herramienta para consolidar la lealtad al trono, desviar la atención de las crisis económicas y sociales, y sacralizar una soberanía ficticia. La política se transforma en dogma, y la nación en liturgia.
Cuanto más se amplifica la exageración, más se erosiona la lucidez. La política deja de ser gestión de intereses para convertirse en mantenimiento del espejismo nacional.
Desde la guerra de las arenas hasta Amgala, desde el dictamen de La Haya hasta la resolución 2797, el régimen marroquí no ha dejado de construir espejismos para evitar mirar la verdad de frente. Pero la arena no disimula los hechos indefinidamente: la historia, como el desierto, solo conserva lo que resiste al viento.
Por Belgacem Merbah
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